Estos días los periódicos nos han informado del transplante de cara que un ciudadano cuyo nombre es Rafael, ha sido sometido a dicha intervención debido a una enfermedad congénita que le afectaba gravemente la cara. La enfermedad es una neurofibromatosis de tipo 1. Las imágenes son lo suficientemente explícitas sobre las condiciones en las que ha padecido esta persona.
La primera idea que me viene a la mente es que si era una enfermedad congénita la primera persona que lo acogió fue su madre. ¿Qué debió de pensar? ¿Cuánto esfuerzo por controlar el pánico de encontrar delante de ella a un bebé que no era como los demás? ¿Cuánto sufrimiento habrán padecidos los padres? ¿Cuánto habrá padecido esa persona que no ha podido tener una vida normal?
¿Es concebible que en la actualidad y con los medios científicos se deje nacer a alguien con las deformidades que padecía esa persona? Antes de los conocimientos médicos lo natural era que surgieran casos de esta índole. La esperanza de vida de estas personas era prácticamente nula. Sin embargo, a medida que la ciencia médica se ha hecho más sofisticada, ¿qué sentido tiene dejar a una persona en esas condiciones?
Es evidente que entramos en terrenos complejos y accidentados. ¿Si soy creyente, puedo aceptar que Dios me envié una prueba de mi fe? ¿Puedo aceptar y querer que ese hijo/a mía nazca en esas condiciones, cuando se puede evitar? Desde luego para mí la respuesta es muy clara.
Hemos visto su “nueva” cara. La cirugía plástica hace milagros. No sé si tendrá que volver al quirófano para nuevos arreglos. En una sociedad donde prima lo estético, su deformidad es un recordatorio de lo subjetivo que es la etiqueta de belleza y fealdad.
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